martes, 9 de junio de 2009

VENTA DE SUEÑOS

“Se cambian pesadillas por sueños”, rezaba el cartelito. Miró el local, atestado de antigüedades y leyó otro cartel: “aceptamos canje de libros usados”. Atrás, en una pared lateral, alcanzó a ver una estantería colmada de libros. Notó que había libros nuevos, pero los lomos desgajados y descoloridos predominaban. Siguió caminando por la galería casi desierta, y al fin, atraído por los objetos del oscuro local, volvió sobre sus pasos. Entonces lo descubrió. El viejo estaba sentado, casi oculto entre muebles nostálgicos, veladores y percheros, encorvado por el acopio de recuerdos, mirándolo por sobre sus redondas gafas. “Debe estar abierto” pensó, y sintiendo que era una forma de ahogar el aburrimiento y la desilusión, decidió entrar.
“ Yo que había tejido tantos sueños con esta mujer”, se repetía, y con cara de sentenciado a perpetua, abrió la puerta y se acercó al viejito. Entonces le pareció simpático, con una sonrisa casi extraña, como si lo estuviera esperando. El también sonrió, aunque haciendo un esfuerzo. Mirando la cara pícara del viejo, preguntó:
-¿Es en serio lo del canje de pesadillas?
“Cualquier tipo de pesadillas por cualquier tipo de sueños”, fue la respuesta, y agregó que lo liberaría de ellas, asegurándole que nunca más volverían.
-¿Y qué tipo de sueños tendré? - volvió a preguntar.
- Eso lo decide usted, nos dice con qué o con quien quiere soñar y nosotros hacemos el resto.
- Con una mujer - contestó, y a pedido del viejo le dio el nombre, ya que el apellido no era necesario, y sus señas. Bastó aclarar que solo quería ver realizadas sus aspiraciones con una mujer que lo alentaba y lo rechazaba sistemáticamente.
- Bueno - dijo el viejo - usted va a tener ese sueño, ese que usted desea, y seguramente va a volver.
Lo miró pensando “Total, no pierdo nada “. Y cuando preguntó qué tenía que dar a cambio, el viejo le explicó que la primera entrega era sin cargo, y después hablarían de la forma de pago.
Salió del local y siguió caminando. No había terminado de hacer dos cuadras cuando se le puso a la par el olvido; allí, avanzando hacia él, se acercaba Iris sonriendo. Apuró el ritmo, y sintió que cada uno de sus pasos marcaba un cambio en su vida. Cuando se cruzaron, era otra vez un hombre completo, pleno de confianza, dispuesto a esclarecer los pequeños milagros del encuentro deseado. Desechó las imágenes de todas las oportunidades perdidas, sin pretender terminar con un reiterado juego, y aunque nunca habían concretado una cita, esta vez se sentía con ánimo de fiesta. Sólo se veían en reuniones, donde el diálogo íntimo era imposible, o hablaban por teléfono. “La línea comunica pero también marca distancias “, pensaba él. Ella no regio su compañía, y quizás, a partir de ese día, todo cambió, porque comenzaron a encontrarse más a menudo, y a ver sus vidas en folletos de páginas rosadas.
Caminaron por un Rosario de fábula, dejándose llevar por las señales de la noche, acatando recorridos al azar, haciendo alto en las plazas y besándose en los bancos. El no sabía por qué la veía tan distinta, pero no importaba, lo bueno era estar juntos. Después, sentados en un café, reconstruían el camino recorrido, y se prometían volver a repetirlo. A veces por la tarde, iban al acuario del parque, y se paraban acodados sobre la baranda frente al río. Miraban la franja plateada en su fluir callado, y enfrente el mundo silencioso de sauces y arena.
Alquilaron un departamento y lo amueblaron con los pequeños hurtos que cada uno hacía de su casa: un velador, la silla de mimbre, la cómoda vieja.
Un día se frotó los ojos, se enderezó lentamente. Si bien no habían sido sólo palabras lo que hubo entre ellos, tampoco fue un acuerdo. Era algo que se daba como lo que siempre debió haber sido. Se dijo que iba a pensar solamente en ella, que era la única forma de sentir su deseo como un hecho, como algo redondo que lo sostendría y lo guiaría, mientras miraba las hojas verdes del duraznero. Recordó que la fruta se desprende de la rama que la sostiene y alimenta, y que adquiere al fin vida propia. Quería tenerla en el centro de sí mismo como el durazno tiene a su semilla, saber que esa noche y todas las noches estarían viviendo hasta el amanecer, que allí, su departamento, los vería juntos después de franquear el pórtico que lo llevaba a la vida que quería. Y cuando entraran, y subieran esos peldaños, encenderían las luces y acariciarían al gato, preparando un café, y mirándose antes de abrazarse.
Los días grises se vieron iluminados por la felicidad de la vida recién iniciada, los dos transpiraban alegría de vivir. Cada uno siguió cumpliendo las responsabilidades anteriores, robando hojas al almanaque y a los tiempos muertos. Creyó otra vez en el cielo y en los ángeles. Ya no le estaba vedado ese otro camino, tan distinto al que había recorrido; a su vez ella podría afrontar la desventura de una madre enferma, o una larga soledad, haciendo el nuevo sendero juntos. Los dos rejuvenecieron, la madre de Iris adivinó el motivo, pero no quiso saber más, todo estaba bien así. La familia de él vio sorprendida el cambio en el jefe de familia, la esposa se sentía feliz porque al fin era feliz su marido. Muchas veces intentaron sacar el vendaje a los ojos de la doble vida, pero cuando comenzaban a tomar decisiones concretas, llegaban a la conclusión de que era mejor dejar todo así: ya había transcurrido demasiado tiempo en sus vidas anteriores para un golpe de timón semejante, más simple era seguir navegando a dos aguas.
Después de meses o años, no encontró forma de medir el transcurso del tiempo signado por felicidad tan pura. Hasta que despertó una mañana en su casa, como tantas veces, y cuando se encaminaba al departamento en busca de Iris, se le borró la dirección de la memoria. No supo qué hacer para reencontrar el camino que tantas veces había hecho. De pronto le pareció que todo estaba igual, como si hubiera retrocedido en el tiempo a los inicios de la vida feliz al lado de Iris. Repasó los días transcurridos uno tras otro, hasta el anterior, pero no encontró detalles de un trayecto que no era rutina, aunque fuera habitual.
Loco de desesperación se echó a la calle a caminar, esperando que sus pasos lo llevaran al camino tan ansiado. Pero después de deambular todo el día, cansado y hambriento, volvió a su casa en busca de un indicio, una referencia para poder encontrarla. Revisó sus papeles, su agenda, quiso ubicar su teléfono. Cuando no supo dónde seguir buscando, se acordó del comienzo de la relación de ambos, y del viejo del local de antigüedades.

ROBERTO MERLO