martes, 23 de diciembre de 2008

La Vendedora de Fósforos



Por Hans Christian Andersen

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.

Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.

-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser acurrucado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.

-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.

Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.

lunes, 22 de diciembre de 2008

EL ESPEJO ROTO

Había una vez un espejo muy antiguo, que espiaba en silencio cómplice desde la sala, deseando dar más imágenes. Ocurrió que estando cansado de su eterno reposo, quiso compartir las andanzas de los jóvenes de la casa. Parecía fácil, pero fue a dar al suelo, y una esquina labrada por manos de artesano quedó estropeada. A partir de entonces tuvo que resignarse a la inmovilidad, aunque logrando dar mejores imágenes que las reales.
En una fiesta de la casa todos se contemplaban satisfechos de lo bien que se veían, pero su corazón comenzó a latir más y más al ritmo de una música que era puro decibel. Su alma de cristal no pudo resistir el infierno sonoro, enloqueció en un caleidoscopio al infinito.

roberto a. merlo

MASCARADA

No ve bien en la noche de luces y colores, le cuesta estacionar en el parque a pesar de estar iluminado. La ropa le tira, está incómodo. Se encamina al edificio resplandeciente, escalinata de acceso, pórtico encolumnado, inmenso ingreso, y un señor, el único, en la multitud poli cromática. Le entrega su tarjeta.
Se para junto al espejo bajo la araña de cristales, y ve, enmarcado en volutas doradas y plateadas, al Arlequín. Lo rodean extraños personajes que se mueven en la absurda noche de pitos y matracas.
Absurda sí, repite Darío, pero quizás más verdadera, como si fuera su propia piel, como si fuera su ropa de todos los días.
Ya casi se ha olvidado a Laura, razón de la velada, cuando ve a una colombina de pálido rostro. Piensa que el antifaz no alcanza a ocultar tan hermosos ojos.
Arlequín, ya no es Darío, encamina sus pasos a la colombina. Le habla como si siempre se hubieran conocido, que puede asombrar en la noche de fantasía y colores. Vuelca su pasión en palabras que hubiera dicho a Laura. Ve sonreír los ojos detrás del antifaz.
Laura dejó de existir, sólo importa colombina. Pasan toda la noche juntos, desearía que esta fuera la realidad, no la de afuera. Ella curva sus zapatillas doradas con el arco del pie, él la acompaña en la cadencia del vals.
Cerca, Merlín observa y se ríe a carcajadas. El sonido se rompe en mil partículas ¿O es lluvia de fuegos artificiales?
El calor lo sofoca, el ritmo es marcado y rápido, los giros no cesan.
Alcanza a escuchar la última carcajada de Merlín y apenas la ve.
El silencio los envuelve, el parque está vacío, las luces pintan formas azules de pinos y palmeras, y allí, frente a él – los vaqueros se le pegan, la camisa abierta apenas lo alivia – Laura, ¿es ella?, sonríe en la penumbra de jacarandás.

roberto a merlo

PIENSO, LUEGO EXISTO

La rutina diaria del trabajo es inconsciente. Mas allá de si estás produciendo lo necesario para cubrir los gastos emanados del simple hecho de vivir, te genera la ilusión de que estás haciendo algo serio, y te mantiene en eso, hasta que dejes de trabajar. Entonces, te inventarás otra rutina.
Por ejemplo asistir todos los días al mismo café, y leer siempre los mismos periódicos, cuyos contenidos ya has imaginado antes.
Esta rutina será elegida a conciencia, de entre otras posibles. Pero la necesitarás igual que a la otra. Y si lo pensás un poco, tal vez más. Ambas te servirán para mantener en pie tu dificultosa instalación en el mundo.

La amistad es el sentimiento más abstracto porque no interviene el cuerpo.
El amor es el sentimiento más abstracto, a pesar de que interviene el cuerpo.

Sartre experimentaba temor por la mirada de los otros sólo porque era bizco.

En 1980 murió Bill, Evans, derrotado por la heroína, pero victorioso en la música.
Ya no lo escucho. Antes lo hacía diariamente, casi nocturnamente, inventando sin cesar la fusión del jazz con la melancolía.
Pero no ha muerto, aunque a veces está silencioso. Hace veintisiete años que está vivo para siempre.

Los hombres no son como dicen ser. Son según actúan con sus actos. Además no son como piensan que son, sino como los piensan sus amigos, y también sus enemigos.


roberto a merlo

martes, 16 de diciembre de 2008